En fín, que despues de haber tenido una semana tan sindical como la pasada, de tanto hablar de derechos de trabajadores, de pensiones y empresarios, quiero con esta entrada volver la vista atrás, al momento en que surgió el movimiento obrero, la cuestión social y el propio derecho laboral.
Mucho se habla de los factores que forzaron la aparición del Derecho del Trabajo en los diversos ordenamientos jurídicos nacionales y muchos se olvidan de un elemento fundamental. Los documentales, la tv, el cine y hasta los libros de texto enseñan a nuestros jóvenes la importancia del movimiento obrero, del socialismo científico, y de la llamada "lucha de clases" en el cambio de mentalidad que "empujó" a la clase política a legislar en "pro" del obrero. Pero a menudo se ignora, a veces intencionadamente, el valor de la Iglesia y su doctrina, el compromiso del la Iglesia Católica y su lucha por los valores del Evangelio, también en el mundo laboral y por la "justicia social". La doctrina social de la Iglesia, cuya principal diferencia con el socialismo era que no creía en la lucha de clases, no creía en el enfrentamiento entre obreros y empresarios, no se consideró nunca una "tercera via" entre el liberalismo (o el capitalismo) y el socialismo (o el marxismo), sino una doctrina social, una forma de entender también el amor en los medios de producción. Se trata de que, afirmando la propiedad privada (cosa que no entendía el socialismo científico ni el anarquismo) , esta debe regirse con los dictamenes del corazón cristiano.
Esta tesis, que marcó la democracia cristiana y que tanta influencia ha tenido y tiene en Europa y occidente, ha olvidado a menudo sus orígenes, relegando el papel de la Iglesia en la defensa de los derechos de los más necesitados y de los obreros a un tercer plano, e intentando ocultar a las nuevas generaciones su valor y su importancia.
Lo cierto es que la Iglesia lleva toda la vida luchando por las clases sociales más desfavorecidas, a pesar de las milongas que nos cuenten. Son muchísimos más sus aciertos que sus errores. Hospitales para los más pobres, cuando no existían los públicos, colegios para todos, cuando estudiar era de una élite, residencias de minusválidos y ancianos cuando estos eran despreciados, comedores sociales, dispensarios, visita de enfermos, acompañamiento del moribundo, acogida de presos, caridad con los más pobres, sin hablar de la ayuda y asistencia espiritual y humana. Las encíclicas "Rerum Novarum", "Quadragesimo anno", "Mater et Magistra", o el mismísimo Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia de Juan Pablo II no son más que la constatación escrita de lo que la Iglesia lleva realizando y predicando toda la vida.
Como las palabras propias sobran a veces ante las originales, quiero compartir en esta entrada un texto de la "Rerum Novarum", con una mentalidad totalmente liberadora, y que les animo a leer entero, ahora que estamos a punto de cumplir el 120 aniversario de su publicación. Quizás en él encontremos muchas similitudes con lo que la Iglesia condenaba entonces y el relativismo que condena ahora. Y también encontraremos un lenguaje innovador y revolucionario para el s. XIX en esta encíclica de León XIII, la del mensaje de amor de Cristo que durante toda la historia lleva transmitiendo la Iglesia Católica:
"Es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios.
Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente podríase Ilamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana, dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.
Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo ennoblecida por lo que se llama el carácter cristiano. Que los trabajos remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la filosofa cristiana, no son vergonzosos para el hombre, sino de mucha honra, en cuanto dan honesta posibilidad de ganarse la vida. Que lo realmente vergonzoso e inhumano es abusar de los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuanto sus nervios y músculos pueden dar de sí. E igualmente se manda que se tengan en cuenta las exigencias de la religión y los bienes de las almas de los proletarios. Por lo cual es obligación de los patronos disponer que el obrero tenga un espacio de tiempo idóneo para atender a la piedad, no exponer al hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo en modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco debe imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una clase que no esté conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales deberes de los patronos se destaca el de dar a cada uno lo que sea justo."
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