viernes, 14 de diciembre de 2012

Gaudete: La alegría (y III)

Quiero aprovechar este tercer domingo de Adviento para concluir la trilogía de entradas sobre "la alegría" que comencé este verano. ¿Y por qué este domingo precisamente? Pues precisamente porque este domingo tiene un nombre especial y específico: Domingo de Gaudete
Recibe ese nombre por la primera palabra en latín de la antífona de entrada de la misa de este tercer domingo de Adviento, que dice: Gaudéte in Domino semper: íterum dico, gaudéte. (Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres). La antífona está tomada de la carta paulina a los filipenses ( Flp. 4, 4-5), que sigue diciendo Dominus prope este (el Señor está cerca) 
Este Domingo de Gaudete, como el Domingo de Laetare en la Cuaresma, hace un alto en el caracter penitencial del Adviento por la proximidad de la cercanía del Salvador. Así se suaviza la norma de la ornamentación del templo y el celebrante puede usar la vestimenta rosada, como en el cuarto domingo de cuaresma, y que representa la encarnación del Hijo de Dios. Por este motivo también la tercera vela de la corona de adviento es rosada.  

Una alegría para compartir.
Las primeras generaciones cristianas cuidaban mucho la alegría. Les parecía imposible vivir de otra manera. Las cartas de Pablo de Tarso que circulaban por las comunidades repetían una y otra vez la invitación a «estar alegres en el Señor». El evangelio de Juan pone en boca de Jesús estas palabras inolvidables: «Os he hablado... para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena».
 ¿Qué ha podido ocurrir para que la vida de los cristianos aparezca hoy ante muchos como algo triste, aburrido y penoso? ¿En qué hemos convertido la adhesión a Cristo resucitado? ¿Qué ha sido de esa alegría que Jesús contagiaba a sus seguidores? ¿Dónde está?
 La alegría no es algo secundario en la vida de un cristiano. Es un rasgo característico. Una manera de estar en la vida: la única manera de seguir y de vivir a Jesús. Aunque nos parezca «normal», es realmente extraño «practicar» la religión cristiana, sin  experimentar que Cristo es fuente de alegría vital. "Caras tristes...., modales bruscos....,facha ridícula..., aire antipático: ¿Así esperas animar a los demás a seguir a Cristo?" (Camino 661).

Esta alegría del creyente no es fruto de un temperamento optimista. No es el resultado de un bienestar tranquilo. No hay que confundirlo con una vida sin problemas o conflictos. Lo sabemos todos: un cristiano experimenta la dureza de la vida con la misma crudeza y la misma fragilidad que cualquier otro ser humano.
El secreto de esta alegría está en otra parte: más allá de esa alegría que uno experimenta cuando «las cosas le van bien». 
Pablo de Tarso (San Pablo) dice que es una «alegría en el Señor», que se vive estando enraizado en Jesús. Juan dice más: es la misma alegría de Jesús dentro de nosotros.

La alegría cristiana nace de la unión íntima con Jesucristo. Por eso no se manifiesta de ordinario en la euforia o el optimismo a todo trance, sino que se esconde humildemente en el fondo del alma creyente. Es una alegría que está en la raíz misma de nuestra vida, sostenida por la fe en Jesús.

Esta alegría no se vive de espaldas al sufrimiento que hay en el mundo, pues es la alegría del mismo Jesús dentro de nosotros. Al contrario, se convierte en principio de acción contra la tristeza. Pocas cosas haremos más grandes y evangélicas que aliviar el sufrimiento de las personas y contagiar alegría realista y esperanza. (Juan 15, 9 – 17). 
O como dice el Papa: "La alegría cristiana se sostiene en esta certeza: Dios está cerca, está conmigo, en la alegría y el dolor, en la salud y la enfermedad, como amigo y esposo fiel. Y esta alegría permanece en la prueba, en el mismo sufrimiento, y no se queda solp en la superficie, sino que está en el fondo de la persona que a Dios se confía y en Él confía". 

Ya comentaba en una entrada anterior que una sonrisa es un gran acto de caridad. Que la sonrisa evangeliza, y es la mejor carta de presentación de que estamos llenos de Dios. Como decía San Francisco de Sales "un santo triste es un triste santo".
Por eso el Angel saluda a María con ese hermoso "¡Alegrate María". Porque la alegría, el tesoro de lo que está por venir estará por encima de de toda la tribulación y todo el dolor que sobrevendrá el dar el "sí". A pesar de esa "espada" que atravesó su pecho, no hay nada más grande y que nos haga más feliz que llevar a Dios dentro. Y por supuesto no hay nada más grande que ser la Madre de Cristo, la Esposa del Espíritu Santo, el más hermoso Sagrario de la historia. 
"¡Alégrate!" Nos dice el Angel de Dios cada día a cada uno de nosotros. "¡Alégrate!.....Marisa, Javier, Jose, Alvaro, Belén, Mariam, Nuria, Juanma, Rosa, Carmen, Ana, Toñi, Francisco, Antonio, Angustias, Juan, Ángel.....¡Alegrate!....
¡¡¡Alegraos!!! Porque "con nosotros está el Señor omnipotente, el Dios de Jacob es nuestra fortaleza" (salmo 46).

Por eso, hemos de vivir la alegría verdadera, la que flota por encima del dolor. No nos quedemos en lo externo. No nos quedemos en lo superficial. Debemos llenar la vida del optimismo que nos da tener puesta nuestra esperanza en el Amor de Dios, y como decía San Josemaría Escrivá "ahogar el mal en abundancia de bien".
Tenemos que tenerlo claro y vivir esto en nuestro día a día y no quedarnos en la alegría "de las bellotas" (como veíamos en la "La Alegría (I)".  

"Ese desaliento, ¿por qué? ¿Por tus miserias? ¿Por tus derrotas, a veces continuas? ¿Por un bache grande, grande, que no esperabas?
Sé sencillo. Abre el corazón. Mira que todavía nada se ha perdido. Aún puedes seguir adelante, y con más amor, con más cariño, con más fortaleza.
Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡Victoria!"
San Josemaría. Vía Crucis.


NOTA: (Muchas de estas ideas han surgido tras la lectura de "Dónde duerme la ilusión. La tibieza" de Francisco Fernández Carvajal.)

jueves, 11 de octubre de 2012

Apertura del Año Santo de la Fe


Hoy su Santidad el Papa benedicto XVI ha inaugurado, al cumplirse los 50 años del inicio del Concilio Vaticano II, el Año de la Fe. Un acontecimiento que ha definido como una "peregrinación en los desiertos del mundo llevando sólo lo esencial: el Evangelio y la fe de la Iglesia". 

Como sobran las palabra propias ante la claridad del mensaje del Santo Padre, reproduzco en esta entrada la homilia de la Santa Misa que ha servido para inaugurar el Año de la Fe.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Jueves 11 de octubre de 2012

Venerables hermanos,
queridos hermanos y hermanas

Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales. Para rememorar el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes – a los que saludo con particular afecto – hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.
El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe» (12,2).

El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI, en 1967.
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del Concilio.
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. 

Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.

Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por  algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén "






viernes, 14 de septiembre de 2012

Dolores de Madre



El último trimestre del año es un tiempo mariano, un nuevo "Mayo" antes de concluir el año cuajado de fiestas marianas que se nos regalan como cuentas de un hermoso rosario de fe. La Natividad de María, la Caridad, el Dulce Nombre de María, la Merced, el Pilar, el Rosario, la Prresentación, la Inmaculada, la Esperanza.......
Pero sin duda alguna este mes de Septiembre tiene una fecha muy especial para los granadinos y para todos los cofrades. El día 15 de Septiembre es el día de la Virgen de los Dolores, de la  Amargura, de la Soledad.....de la Virgen de las Angustias, patrona de Granada y su Archidiócesis.

Sin duda alguna para nosotros, los granadinos, el mes de Septiembre es el mes de las Angustias, con dos citas ineludibles. Por una parte la ofrenda floral el día de su onomástica, y por otra la procesión de la Señora de Granada el último domingo del mes. Y es que el día quince de Septiembre es el día de las Dolorosas. 
Precisamente celebramos en Granada un año jubilar por el centenario de la Coronación Canónica de  la Virgen de las Angustias, que comienza el 15 de Septiembre de 2012 y cuyo culmen será el 20 Septiembre de 2013.

Este día la Iglesia lo dedica a María en su advocación de Mater Dolorosa. Y el símbolo de este dolor es el de un corazón traspasado por siete dagas o espadas

A través de estas líneas quiero profundizar un poco en este símbolo mariano, que es sin duda alguna el símbolo de Septiembre, y el del último trimestre del año. Este corazón traspasado, que desde la fachada de la Basílica de Nuestra Señora de la Angustias, bendice cada día a todos los granadinos.

Un Corazón atravesado por siete puñales coronado por una llama de fuego.
 Junto al del “Ave María” este es uno de los símbolos más significativos de María Santísima, y tradicionalmente el más importante para identificarla como “Mater Dolorosa”. Es el símbolo que identifica a la Virgen de los Dolores porque representa los “siete dolores de María” en contraposición a los “siete Gozos”.  En él podemos apreciar un corazón coronado con una llamas de fuego, que representan el amor a Dios, y atravesado por siete puñales o espadas. El origen de esta representación es la profecía del anciano Simeón (Lc 2, 35) que anuncia a la Virgen el día de la Presentación de Jesús en el Templo, que una espada de dolor le atravesará el alma.

¿Cómo se pasó de la Virgen con una espada a la Virgen de las siete espadas? La verdad es que el número siete, junto con el tres y el cuarenta, es uno de los números más simbólicos que aparecen en la Biblia. El “siete” significa “la perfección” “lo perfecto”. Y cuando aparece en las Sagradas Escrituras, suele aparecer de forma simbólica en este sentido. La Creación se hizo en siete días, como símbolo de que fue perfecta. El día que los judíos atribuyen a Dios es el del Sabath, que es el día sagrado, el séptimo día de la semana. Los dones del Espíritu Santo son siete, como símbolo de perfección.
Cuando hablamos de los Siete Gozos y los Siete Dolores de María, estamos diciendo de esta manera que María es plenamente Gozosa y a la vez sufrió los mayores dolores como Madre de Nuestro Señor Jesucristo. La plenitud de la alegría y la amargura la vivió María a partir de la Anunciación.
La iconografía ha variado a lo largo de la Historia del Arte Cristiano, y ha habido diversas formas de representar los siete dolores de María. Uno como vemos en la Corona de María Santísima de la Amargura, como un corazón rodeado de siete puñales y coronado por unas llamas de fuego. Otras veces como auténticas espadas clavadas que sobresalen del pecho de María y otras como un único puñal, que suelen llevar todas las Dolorosas en nuestra Semana Santa. La distribución de los puñales o espadas suele ser alrededor del corazón de María o bien tres a la izquierda y cuatro a la derecha del pecho. Incluso en Alemania se llegó a representar en alguna ocasión con los puñales alrededor de la cabeza de María Santísima a modo de diadema, pero tuvo poca aceptación entre los feligreses y los imagineros.
Sobre la devoción en sí misma, decir que ya en el Siglo XIII en Castilla, Alfonso X el sabio en sus “Cántigas” nos habla de los Dolores de la Virgen María. Pero sin duda alguna quien más ha hecho por la piedad a los Dolores de María ha sido la Orden de los Servitas. La Orden de los frailes Siervos de la Bienaventurada Virgen María (de ahí la palabra servitas), fue fundada en 1223 en la ciudad italiana de Florencia por siete amigos de gran ejemplaridad cristiana, y muy conocidos en la ciudad por ser miembros de una Cofradía famosa dedicada a Santa María.
Una vez que comenzaron su vida mendicante y de oración, aconteció el milagro: El Viernes Santo de 1239 la Santísima Virgen se les apareció para encargarles que llevaran un hábito negro, en memoria de la pasión de su Hijo, y su luto como Madre Dolorosa y para indicarles que siguieran la regla de San Agustín. Después de esta aparición, acudieron al obispo de Florencia para regularizar, por así decirlo, su situación canónica. Y, en efecto, el obispo impuso a los siete el hábito que les había mostrado la Virgen, recibió sus votos y les dio las sagradas órdenes. 

A partir de ahí comenzaron a extender el culto a María, y muy especialmente la contemplación de sus Dolores. Fue la Orden de los Servitas, junto con los Cartujos, la que extendió el rezo de Los Siete Dolores de María por toda Europa, y muy especialmente en España. De hecho, como podemos observar, las Cofradías ligadas a los Servitas suelen tener la Advocación de la Virgen de los Dolores, la Piedad o las Angustias.
Sobre esto también decir lo que La Virgen comunicó a Santa Brígida de Suecia (1303-1373): "Miro a todos los que viven en el mundo para ver si hay quien se compadezca de Mí y medite mi dolor, mas hallo poquísimos que piensen en mi tribulación y padecimientos. Por eso tú, hija mía, no te olvides de Mí que soy olvidada y menospreciada por muchos. Mira mi dolor e imítame en lo que pudieres. Considera mis angustias y mis lágrimas y duélete de que sean tan pocos los amigos de Dios."
Nuestra Señora prometió que concedería siete gracias a aquellas almas que la honren y acompañen diariamente, rezando siete Ave Marías mientras meditan en sus lágrimas y dolores.
Según San Alfonso María Ligorio, Nuestro Señor reveló a Santa Isabel de Hungría que El concedería cuatro gracias especiales a los devotos de los dolores de Su Madre Santísima.

Los tres ejercicios de piedad más arraigados en la religiosidad popular donde se contempla la participación de la Virgen madre dolorosa en la pasión y muerte de su Hijo, son:
a.      El Vía Matris Dolorosae.
b.      El “Stabat Mater”
c.       La Corona (o Rosario) de los Siete Dolores de María.

Precisamente este último, consiste en la meditación de los Siete Dolores de María, que son los siguientes:

  Primer Dolor - La profecía de Simeón (Lucas 2,22-35)
  Segundo Dolor - La huida a Egipto (Mateo 2,13-15)
  Tercer Dolor - El Niño perdido en el Templo (Lucas 2,41 -50)
  Cuarto Dolor - María se encuentra con Jesús camino al Calvario (IV Estación del Vía Crucis)
  Quinto Dolor - Jesús muere en la Cruz (Juan 19,17-39)
  Sexto Dolor - María recibe el Cuerpo de Jesús al ser bajado de la Cruz (Marcos 15, 42-46)
  Séptimo Dolor -Jesús es colocado en el Sepulcro (Juan 19, 38-42)

Nos encomendamos al amor de María Santísima para que nos ayude en este tiempo que precede al Adviento a prepararnos para la venida de su Hijo, y así convertirnos en “Hombres Nuevos”. 

" Vamos a pedir ahora al Señor, para terminar este rato de conversación con El, que nos conceda repetir con San Pablo que "triunfamos por virtud de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni cualquier otra criatura podrá jamás separarnos del amor de Dios, que está en Jesucristo Nuestro Señor".

De este amor la Escritura canta también con palabras encendidas: las aguas copiosas no pudieron extinguir la caridad, ni los ríos arrastrarla. Este amor colmó siempre el Corazón de Santa María, hasta enriquecerla con entrañas de Madre para la humanidad entera. En la Virgen, el amor a Dios se confunde también con la solicitud por todos sus hijos. Debió de sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento, hasta los menores detalles —no tienen vino-, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús. Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del amor."
Amigos de Dios, 237

 

miércoles, 22 de agosto de 2012

La Alegría (II)

“Un consejo para ser feliz: evitar el pecado y frecuentar la Santa Comunión.” (San Juan Bosco)

Decía en la anterior entrada que existe dos tipos de alegría, según se observa muy bien en la Parabola del hijo pródigo. La alegría de las bellotas, de las algarrobas, que conduce a la desesperanza, y la alegría auténtica, la que deja posos en nuestra alma, que es la que sigue al abrazo del Padre.
Y comentaba también que un cristiano en contacto con Dios es un cristiano alegre. Que la principal muestra de que un cristiano está lleno de Dios es su felicidad sincera.

El Apostolado de la Alegría
Decía San Josemaría Escrivá: "Ten un propósito sincero: hacer amable y facil el camino a los demás, que bastantes amarguras trae consigo la vida".

No podemos dar ejemplo ni llamarnos cristianos, si no damos ejemplo al mundo, si no transmitimos una alegría profunda (interior y exterior). El cristiano no puede tener el rostro arisco, no puede tener en su corazón sentimientos intolerantes o pesimistas. Nuestro primer motivo de alegría es la esperanza y la fe en Dios, el amor que nos tiene y el que le demos debe hacer brotar de nuestro corazón una alegría sincera, completa, “de dientes para adentro”.
La tristeza solo cabe en quien ha perdido la esperanza, en quien ha sido abandonado. Y Dios nunca nos abandona, y estar en comunión con Él en el cielo es una promesa que debe alegrarnos permanentemente.
El apostolado de la alegría es convincente, porque es un testimonio directo de quien se ha olvidado de sus propios problemas para preocuparse por los demás, y muy especialmente por haber puesto su corazón en Dios.
La alegría es propia de los enamorados. Cuando alguien pasa por ahí canturreando y con una sonrisa en los labios, con un semblante pacífico, pensamos fácilmente “ah, son las cosas del amor”. Pues los católicos tenemos muchas y muy buenas razones para tener esa alegría propia de los enamorados.
“La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría (SANTO TOMÁS, Suma Teológica). Dios es amor (1, 4,8) enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores contrariedades: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22). “Un santo triste es un triste santo” se ha escrito con verdad. Porque la tristeza tiene una íntima relación con la tibieza, con el egoísmo y la soledad. 

El Señor nos pide el esfuerzo para desechar un gesto adusto o una palabra destemplada para atraer muchas almas hacia Él, con nuestra sonrisa y paz interior, con garbo y buen humor. Si hemos perdido la alegría, la recuperamos con la oración, con la Confesión y el servicio a los demás sin esperar recompensa aquí en la tierra.”  Podemos conseguir mucho más con una sonrisa, con un rostro amable, con un gesto fraternal, que con una regañina, una ironía dañina o una mirada despectiva.
“La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es la de quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más diversas y supieron seguirle. Y, entre todas, la alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de alegría en Dios, salvador mío (Lucas 1, 46-47). Ella posee a Jesús plenamente, y su alegría es la mayor que puede contener un corazón humano. La alegría es la consecuencia inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en la sabiduría y en el amor (SANTO TOMÁS, Suma Teológica). Por su misericordia infinita, Dios nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo y partícipes de su naturaleza, que es precisamente plenitud de Vida, Sabiduría infinita, Amor inmenso. No podemos alcanzar alegría mayor que la que se funda en ser hijos de Dios por la gracia, una alegría capaz de subsistir en la enfermedad y en el fracaso: Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22) prometió el Señor en la Última Cena. “ (Francisco Fernández Carvajal, "Hablar con Dios". Sáb. 2ª semana del T. O.)
  
Alegría en la cruz
No podríamos hablar de la Alegría sin hablar de la Cruz, porque para el cristiano la ofrenda que hizo el Señor de Su propia Vida por nuestra redención cobra un papel fundamental para nuestras vidas. El cristiano sufre, llora, tiene momentos amargos y siente dolor como cualquier otro ser humano. Sin embargo, encontramos un sentido en nuestros sentimientos de dolor y en nuestras dificultades. Ese sentido está en cargar nuestra propia cruz, y seguir el ejemplo de Jesús. La Cruz, otro gran misterio para el hombre, es un trono de alegría, porque Dios transforma el dolor en gozo, la pena en júbilo, la muerte en resurrección.

Nuestras cruces nos ayudan a identificarnos con Jesús. Siempre nos pesan, no cabe duda, pero el amor a Dios puede más que cualquier contrariedad, y cuando ofrecemos nuestras propias cruces amorosamente, Dios las transformará en alegría.

El cristiano debe tener como centro de su vida al amor, y el fruto directo de ese amor es la alegría. No podemos encontrar un ejemplo más hermoso de alegría que el que nos da la Santísima Virgen en el “Magníficat”: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 46-48). Pidámosle a ella, Santa María causa de nuestra alegría, que nos enseñe a impregnar nuestra alma, nuestro semblante, nuestros actos y nuestras palabras con la alegría que nos trajo Nuestro Señor Jesucristo.

Por eso, que vivamos la alegría verdadera, la que flota por encima del dolor, y no nos quedemos en la alegría "de las bellotas".  


 Estad siempre alegres (1 Ts 5,16-24)


NOTA: (Muchas de estas ideas han surgido con, y de, la lectura de "Dónde duerme la ilusión. La tibieza" de Francisco Fernández Carvajal.)

BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II

BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II
1 de Mayo de 2011

Año de la Fe 2012-2013