jueves, 9 de diciembre de 2010

ONCE MANDAMIENTOS (I)

El otro día asistí a la charla denominada "Padres del siglo XXI", que hemos organizado en la EFA dentro del ciclo "Matrimonio feliz ¿Cuestión de suerte?", y D. Francisco Sanchiz, capellán de nuestro colegio y ponente de esta charla, nos comentaba una anecdota que le había ocurrido con un niño de comunión. Explicandoles a un grupo de catequesis el 4º mandamiento, "honrarás a tu padre y a tu madre", uno de los niños le comentó: "D. Francisco, creo que falta un mandamiento. Que hay un mandamiento que debería estar también. ¿Porqué no está el mandamiento de amar a los hijos, del mismo modo que está el de amar a los padres" ¡NO ES JUSTO!"
Aquella anecdota provocó en mí también la misma sorpresa que en nuestro capellán.
¡Es cierto! ¿Qué pasa con los hijos? ¿Acaso Dios los deja en un segundo plano al no incluirlos en sus mandatos? ¿No merece su amor estar grabado en piedra con letras de fuego como los otros diez?
Dándole vueltas a todo esto, acabé en manos de Santo Tomás, que tiene recetas para todo.

Así, Tomás de Aquino defiende que no es necesario el precepto en este caso, dado que "es natural que el padre amase una riqueza para sus hijos, pero no al contrario" (Comentario a los Mandamientos). O sea, que está inserto ese amor en la esencia misma de la persona desde el momento mismo de la paternidad/maternidad. Procede del propio amor natural de la persona.

Santo Tomás, define el amor natural como "aquel que deriva del fondo ontológico más íntimo de cualquier realidad existente, personal o infrapersonal." Este amor no sólo es propio del hombre o de los ángeles por su propia naturaleza, sino que también es común en el animal irracional y en realidades de tipo inferior como los vegetales. ¿Cómo entender esto?
El amor natural es el amor a uno mismo. Es un amor "egoísta" que busca la propia existencia, el bien propio, la felicidad personal, la subsistencia. Es el "impulso al mantenimiento del propio ser, que es el bien fundamental de todo lo que existe". Lo que llamamos el instinto de conservación.
Si nos fijamos en el mundo animal, por ejemplo, descubrimos que esta inclinanción a la propia subsistencia y felicidad se refleja también en una necesidad, también instintiva, a defender, cuidar e incluso "educar" a sus deudos, a lo que están unidos a él por lazos de sangre o a su propia "pareja".
Para Tomás de Aquino, "el fundamento del amor natural lo constituye la atracción o afinidad de lo semejante respecto a lo semejante". La esposa es "carne de mi carne y sangre de mi sangre" desde el mismo momento en que Dios bendice nuestra unión en el sacramento del matrimonio, y los hijos son una propia prolongación de cada uno de los esposos. Querer a la esposa o al marido y a los hijos es quererse a uno mismo. Forma parte de ese amor natural, de ese derecho natural que rige nuestra propia existencia.
Otra cosa, como afirma el propio Santo Tomás, es el amor electivo. El que nos hace libres, el que nos hace personas y nos conduce a la autenticidad. Este amor es el propio del ser humano, el que nos distingue de las "bestias", de las plantas y otros seres inanimados. El que se dirige al prójimo y a Dios. El que elegimos dar a los demás. Es sobre este amor sobre el que se dirigen los preceptos del decalogo, a los que se dirigen los mandamientos.
No hace falta regular el amor a uno mismo. No existe ningún mandamiento que ordene que nos amemos a nosotros mismos, porque eso es inherente a nuestra propia naturaleza. Y del mismo modo no existe el mandamiento de amar a nuestra mujer o nuestros hijos, porque es "contra natura" el no hacerlo.
En nuestros hijos y esposa/o nos encontramos a nosotros mismos y nuestra propia realización. Y en ellos enlazamos ese amor básico o natural, como denomina Santo Tomás de Aquino, pero también ese amor "desprendido" o electivo que considera al hijo persona en sí mismo, prójimo en al que favorecemos y amamos de forma radical por delante de nostros mismos.

Este amor electivo, además nos llama a educarlo "movidos por un auténtico amor hacia el hijo por sí mismo" esforzandonos "por descubrir cuál es, en concreto, el proyecto perfectivo que lo colma —a él, en su calidad irrepetible— como persona." Y esto nos hace olvidar nuestro propio yo, nuestro propio ser.
Como dice Sto. Tomás, "los hijos componen el bien común de los cónyuges. Cuando marido y mujer dirigen hacia la prole una mirada conjunta, descubren en ella —en su descendencia— a la persona del cónyuge y se vislumbran a sí mismos".
El propio Santo Tomás, con respecto a esto, y a la imagen de Dios en la familia y a la imagen de Dios que es la familia, afirma tajantemente que "Dios no podía ser sino Trino: dos Personas divinas no resultarían «suficientes»."

Los mandamientos de Dios se dirigen a ese amor electivo, como decía antes, con respecto al prójimo y al propio Dios. Pero no tienen como destino el amor natural, el que redunda en nosotros mismos y lo que es innato a nosotros, como los hijos. No hace falta. Dios no nos manda alimentarnos, respirar, buscar el propio sustento o promoción, nuestra o de nuestros hijos, porque lo contrario sería antinatural.

En los "Mandamientos comentados" de Santo Tomás, este indica, las tres cosas que en base a la ley natural administran y suministran los padres a los hijos:

"En efecto, tres cosas dan los padres al hijo:
Primero, el sostén en cuanto al ser. "Honra a tu padre, y no olvides los gemidos de tu madre. Recuerda que sin ellos tú no habrías nacido".Eccli 7, 29 En segundo lugar, el alimento o mantenimiento en cuanto sea necesario para la vida. En efecto, desnudo entra el hijo en este mundo, como se dice en Job 1,21; pero sus padres lo sustentan. En tercer lugar la enseñanza. Hebr 12, 9: "Hemos tenido a nuestros padres carnales para educarnos". Eccli 7, 25: "¿Tienes hijos? Instrúyelos". Los padres deben dar a sus hijos dos enseñanzas, porque, como se dice en Prov 22, 6, "Instruye al niño en su camino, que aun de viejo no se apartará de él"; y en Lamentaciones de Jeremías 3, 27: "Bueno es que el hombre soporte el yugo desde la mocedad". Y estas son las enseñanzas de Tobías a su hijo (Tobías IV), a saber: "el temor de Dios y la abstención de todo pecado". Lo cual es contra aquellos que se deleitan con las maldades de sus hijos. Pero, como se dice en Sab 4, 6: "Todos los hijos que nacen de padres inicuos son contra sus padres testigos de su iniquidad""
Y estas tres cosas, sin estar en el decálogo, son las tres principales obligaciones que encontramos en la Palabra de Dios de los padres con respecto a sus hijos. Tres cosas básicas, si tenemos en cuenta lo ya dicho: que el hombre se encuentra a sí mismo en su conyuge y sus hijos, y que al amarlos a ellos de forma perfecta, de forma perfecta se está amando a sí mismo.
(Sigue...)

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