El perdón es
el gran testimonio de nuestra cristiandad, porque el Evangelio de Cristo, la
Palabra de Cristo, la vida de Cristo entre nosotros es un ejemplo continuo de
reconciliación. “Padre; perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc.
23,34).
Solo hay un
camino para la salvación del hombre, para su encuentro con Cristo y para gozar
desde ya del Reino de los cielos. Este camino es el de apartar de nosotros “el
hombre viejo”, el de revestirnos del “hombre nuevo” a imagen de Jesús, el de
hacer “VIDA” en nuestra vida el Evangelio del Señor. Es cumplir aquella
sentencia de Nuestro Señor que renovaba la Sagrada Escritura con un baño de
frescura de “amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.
Es cumplir también con el último mandamiento de Cristo antes de ascender a los
cielos de “id por todo el mundo y anunciad el Evangelio”, con la palabra, y con
las obras llenando todo de fe, de esperanza y de caridad. Y esta conversión a
la que nos llama Cristo en todo momento de su vida, de su predicación y su
Evangelio, es una llamada constante a mejorar, a santificarnos, y a renovar en
todo momento nuestro bautismo.
Pero la
fragilidad del hombre hace que esta lucha constante para vivir en la Gracia de
Dios, choque constantemente con nuestra naturaleza y con la tentación que nos
conduce al pecado, a alejarnos, aunque sea momentáneamente de Dios y del
proyecto que Él tiene para nosotros. Por eso cuando Cristo envía a sus
Apóstoles a predicar "en su nombre la conversión para el perdón de los
pecados a todas las naciones" (Lc 24, 47), no los manda simplemente
a “predicar”, sino que los envía a llamar al mundo a la conversión y a la fe,
comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y
reconciliándolos con Dios.
Por eso es tan
importante en nuestra vida cristiana acudir al Padre como el hijo pródigo
buscando su abrazo y la reconciliación. Acudir en presencia de nuestro Dios
para “volver a empezar”. La conversión a la que estamos llamados es esto.
Y
esta es una de las grandes novedades del Evangelio. Esta es una de las
grandezas que diferencia nuestra religión de otras. Dios nos perdona. Siempre.
Una y otra vez. Nos espera siempre en el camino. Nos observa cuando nos
alejamos y nos espera hasta que volvemos. No existe la lógica ni la justicia
humana ante el amor de Dios. El hombre es perdonado una y otra vez. El Padre
nos abraza y acoge nuestro corazón compungido, aun cuando hayamos pecado
“setenta veces siete”. Y esto lo testificamos cada día que rezamos el credo
cuando decimos “creo en el perdón de los pecados”.
Y para ello es
el mismo Cristo el que instituye el sacramento de la confesión, el sacramento
del perdón, el sacramento de la penitencia y, en resumidas cuentas, el
sacramento de la conversión. Y lo une indefectiblemente a sus apóstoles, a la
Iglesia y al Espíritu Santo cuando proclama "Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).
Desde los
primeros Padres de la Iglesia se ha considerado la conversión como un proceso
doble. Por un lado está el Bautismo que es el lugar principal de la conversión
primera y fundamental. “Por la fe en la
Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch
2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de
todos los pecados y el don de la vida nueva.” (Catecismo de la Iglesia
Católica, 1428). Pero la conversión no termina con el bautismo. Continúa día
tras día, durante toda la vida del Cristiano. Esta segunda conversión es
una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia. Y este esfuerzo de conversión no
es sólo una obra humana. Es el
movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y
movido por la gracia (Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso
de Dios que nos ha amado primero (1 Jn 4,10).
De ahí la
importancia de acercarnos al sacramento del perdón. Nos engañamos cuando lo
negamos, cuando nos vemos nosotros capaces de “perdonarnos a nosotros mismos”
los pecados en un dialogo personal con Dios. Caemos en el vicio de la soberbia
cuando queremos ser “autosuficientes” y caminar por otra “vía” distinta de la
de la Palabra de Cristo y de su Iglesia.
Es verdad que
nadie puede dudar de la Misericordia de Dios, pero es el mismo Cristo el que
instituye este sacramento, el que concede a la Iglesia el poder de perdonar los
pecados, el que confiere a Pedro las llaves del cielo ("A ti te daré las
llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los
cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt
16,19). El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El
ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de
Cristo, porque sólo Dios puede perdonar los pecados.
Mucho habría
que decir sobre el maravilloso sacramento de la reconciliación con Dios y los
demás. De la contrición, del arrepentimiento, del examen de conciencia, de la
absolución, de la reparación y la penitencia, todo ello lleno de las virtudes
de la fe, la esperanza y la caridad cristianas. Pero podríamos llenar varias libros. Por ello os animo a que leáis lo relativo a este
sacramento en el Catecismo de la Iglesia y os empapéis de su riqueza (números
1422-1498)
La Cuaresma y la Semana Santa es
tiempo de conversión, de caminar hacia el Padre en busca de la Pascua de su
Hijo. Acerquémonos al Sacramento de la reconciliación. Acudamos a la confesión
para que nuestra Estación de Penitencia sea completa y lleguemos a la Resurrección
de Cristo con un corazón y un alma limpios.
Aunque sabemos que todos los papas se confiensan con asiduidad, es cierto que la imagen del Papa francisco confesandose en la vigilia de 24 horas ante el Santísimo, nos ha llegado al mismo corazón y ha removido muchas conciencias. El mismo decía el pasado 19 de febrero:
"Queridos amigos, celebrar el Sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos por un abrazo cálido: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos esa bella Parábola del hijo que se ha ido de su casa con el dinero de la herencia, ha malgastado todo ese dinero y cuando no tenía nada, decide volver a casa pero no como hijo sino como siervo, con mucha culpa y vergüenza en el corazón. La sorpresa es que cuando comenzó a hablar para pedirle perdón el Padre no le dejó hablar sino que lo abrazó, lo besó e hizo fiesta. Yo os digo: Cada vez que nos confesamos Dios nos abraza y hace fiesta.
Vayamos adelante en este camino, ¡qué Dios os bendiga!"
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