He estado leyendo un texto que, después de hacerme reflexionar, me ha llevado a escribir estas líneas.
La Parabola del hijo pródigo, nos narra la historia de un hijo que pide su herencia a su padre y se marcha "a vivir su vida". Jesús, cuenta como malgastó su hacienda y al final arruinado, y trabajando cuidando cerdos, colmado por el hambre, pedía comer las algarrobas y las bellotas que comían los puercos.
Tras plantearse su vida, vuelve a casa de su padre, y tras fundirse en un fuerte abrazo con él, que lo esperaba con los brazos abiertos, no deja ya de vivir la auténtica felicidad.
Por tanto, el Evangelista nos describe dos tipos de alegría, de felicidad. La primera, la meramente humana, alejada del Padre, es externa, temporal, pasajera y acaba en la miseria, en la tristeza, en el hambre y el desasosiego. Es la "felicidad de las bellotas", la que acaba en las algarrobas. La segunda, la que empieza con el abrazo del padre es eterna, interior, profunda y no tiene barreras ni límites. Es la felicidad del abrazo del Padre. del encuentro con los hermanos, de la entrega incondicional. De la sonrisa sincera, que deja poso en el alma.
"Parece que te obstinas en desconocer la segunda parte de la parábola del hijo, y todavía sigues apegado a la pobre felicidad de las bellotas. Soberbiamente herido por tu fragilidad, no te decides a pedir perdón, y no consideras que te espera la jubilosa acogida de tu Padre Dios, la fiesta por tu regreso y por tu recomienzo" (Surco, 65).
La Parabola del hijo pródigo, nos narra la historia de un hijo que pide su herencia a su padre y se marcha "a vivir su vida". Jesús, cuenta como malgastó su hacienda y al final arruinado, y trabajando cuidando cerdos, colmado por el hambre, pedía comer las algarrobas y las bellotas que comían los puercos.
Tras plantearse su vida, vuelve a casa de su padre, y tras fundirse en un fuerte abrazo con él, que lo esperaba con los brazos abiertos, no deja ya de vivir la auténtica felicidad.
Por tanto, el Evangelista nos describe dos tipos de alegría, de felicidad. La primera, la meramente humana, alejada del Padre, es externa, temporal, pasajera y acaba en la miseria, en la tristeza, en el hambre y el desasosiego. Es la "felicidad de las bellotas", la que acaba en las algarrobas. La segunda, la que empieza con el abrazo del padre es eterna, interior, profunda y no tiene barreras ni límites. Es la felicidad del abrazo del Padre. del encuentro con los hermanos, de la entrega incondicional. De la sonrisa sincera, que deja poso en el alma.
"Parece que te obstinas en desconocer la segunda parte de la parábola del hijo, y todavía sigues apegado a la pobre felicidad de las bellotas. Soberbiamente herido por tu fragilidad, no te decides a pedir perdón, y no consideras que te espera la jubilosa acogida de tu Padre Dios, la fiesta por tu regreso y por tu recomienzo" (Surco, 65).
Es cierto. La paz de Dios, no es de este mundo. O no se entiende si no es mirando a Dios cara a cara.
No somos los cristianos gente triste. Si lo fueramos es que no estamos viviendo el Evangelio. El primer apostolado es el de la sonrisa.
Al hijo pródigo le espera una fiesta organizada por su padre. Hay comida, música, vino, amigos, risas, bromas..... Pero lo más importante es que "hay algo más" en el fondo y el alma de todos. No tiene nada que ver esa fiesta, aunque tenga las mismas cosas materiales, con las que vivía el hijo pródigo gastandose toda la fortuna heredada.
Al hijo pródigo le espera una fiesta organizada por su padre. Hay comida, música, vino, amigos, risas, bromas..... Pero lo más importante es que "hay algo más" en el fondo y el alma de todos. No tiene nada que ver esa fiesta, aunque tenga las mismas cosas materiales, con las que vivía el hijo pródigo gastandose toda la fortuna heredada.
Una florecilla de San Francisco sobre la alegría:
"Cierto día, San Francisco, estando en Santa María, llamó al hermano León y le dijo:
-Hermano León, escribe. Este le respondió:
-Ya
estoy listo.
-Escribe- le dijo- cuál es la verdadera alegría: Llega un
mensajero y dice que todos los maestros de París han venido a la Orden.
Escribe:. "No es verdadera Alegría".Escribe también que han venido a la
Orden todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; que
también el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: "No es
verdadera Alegría".Igualmente, que mis hermanos han ido a los infieles y
han convertido a todos ellos a la fe. Además, que he recibido yo de
Dios una gracia tan grande, que curo enfermos y hago muchos milagros. Te
digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría.Pues ¿cuál
es la verdadera alegría? Vuelvo de Perusa y, ya de noche avanzada, llego
aquí; es tiempo de invierno, todo está embarrado y el frío es tan
grande, que en los bordes de la túnica se forman carámbanos de agua fría
congelada, que hacen heridas en las piernas hasta brotar sangre de las
mismas.Y todo embarrado, helado y aterido, me llego a la puerta y,
después de estar un buen rato tocando y llamando, acude el hermano y
pregunta:
-¿Quién es? Yo respondo: -El hermano Francisco. Y
él dice: -Largo de aquí. No es hora decente para andar de camino. Aquí
no entras.Y, al insistir yo de nuevo, contesta:
-Largo de
aquí. Tú eres un simple y un paleto. Ya no vas a venir con nosotros.
Nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.Y yo vuelvo a la
puerta y digo:
-Por amor de Dios, acogedme por esta
noche. Y él responde: -No me da la gana. Vete al lugar de los crucíferos
y pide allí.Te digo: si he tenido paciencia y no he perdido la calma en
esto está la verdadera alegría, y también la verdadera virtud y el bien
del alma."
Esta anecdota, o se observa desde el prisma del Evangelio, desde la luz de Cristo, no se entiende, no se puede comprender.
En tiempos de los primeros cristianos, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,46), había una característica que llamaba poderosamente la atención de todos: la alegría. Ellos, que habían conocido la esclavitud del pecado, experimentaron la Libertad que trajo el Redentor.
Hoy, ya no es tan fácil encontrar la alegría. De hecho, se ha vuelto más bien excepcional. Todo el mundo suele ser áspero, impaciente, a veces duro y no nos extraña conocer a gente con amarguras y rostro disgustado. Esa especie de penosa desesperación que se ve en la calle se ha convertido en algo habitual. Tal vez hoy más que nunca apreciamos la Alegría como una característica de las personas santas. Por eso decía Santa Teresa de Jesús aquello de "Un santo triste, es un triste santo".
La alegría es misteriosa
Muchas personas veían perplejas a la Madre Teresa de Calcuta con su sonrisa y alegría que salía del alma mientras dedicaba sus cuidados a los menesterosos y enfermos que todo el mundo rechazaba.
Como nos dice el Santo Padre (Aloc. 24-11-1979) “La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo intimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo... ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría!”
Efectivamente, la alegría cristiana no es fácil de describir y es misteriosa. Como el amor, en la alegría hay misterio.
Pero los cristianos tenemos un motivo fundamental para estar alegres: “Somos hijos de Dios y nada nos debe turbar; ni la misma muerte. Para la verdadera alegría nunca son definitivas ni determinantes las circunstancias que nos rodeen, porque está fundamentada en la fidelidad a Dios, en el cumplimiento del deber, en abrazar la Cruz. Sólo en Cristo se encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia humana. La alegría es uno de los más poderosos aliados que tenemos para alcanzar la victoria (1 Marcos, 3, 2). Este gran bien sólo lo perdemos por el alejamiento de Dios (el pecado, la tibieza, el egoísmo de pensar en nosotros mismos), o cuando no aceptamos la Cruz, que nos llega de diversas formas: dolor, enfermedad, contradicción, cambio de planes, humillaciones. La tristeza hace mucho daño en nosotros y en los demás. Es una planta dañina que debemos arrancar en cuanto aparece, con la Confesión, con el olvido de sí mismo y con la oración confiada.” (Francisco Fernández Carvajal, "Hablar con Dios"Sáb. 2ª sem. Del T. O.).
Vivir el amor, a Dios y a los hermanos, a tu familia y tus amigos, a conocidos y desconocidos, es el mayor remedio contra la tristeza, la pesadumbre, el pesimismo y la desesperanza.
La verdadera alegría no se queda en mí. Retorna a los demás. Porque la verdadera alegría es darse.
En tiempos de los primeros cristianos, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,46), había una característica que llamaba poderosamente la atención de todos: la alegría. Ellos, que habían conocido la esclavitud del pecado, experimentaron la Libertad que trajo el Redentor.
Hoy, ya no es tan fácil encontrar la alegría. De hecho, se ha vuelto más bien excepcional. Todo el mundo suele ser áspero, impaciente, a veces duro y no nos extraña conocer a gente con amarguras y rostro disgustado. Esa especie de penosa desesperación que se ve en la calle se ha convertido en algo habitual. Tal vez hoy más que nunca apreciamos la Alegría como una característica de las personas santas. Por eso decía Santa Teresa de Jesús aquello de "Un santo triste, es un triste santo".
La alegría es misteriosa
Muchas personas veían perplejas a la Madre Teresa de Calcuta con su sonrisa y alegría que salía del alma mientras dedicaba sus cuidados a los menesterosos y enfermos que todo el mundo rechazaba.
Como nos dice el Santo Padre (Aloc. 24-11-1979) “La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo intimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo... ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría!”
Efectivamente, la alegría cristiana no es fácil de describir y es misteriosa. Como el amor, en la alegría hay misterio.
Pero los cristianos tenemos un motivo fundamental para estar alegres: “Somos hijos de Dios y nada nos debe turbar; ni la misma muerte. Para la verdadera alegría nunca son definitivas ni determinantes las circunstancias que nos rodeen, porque está fundamentada en la fidelidad a Dios, en el cumplimiento del deber, en abrazar la Cruz. Sólo en Cristo se encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia humana. La alegría es uno de los más poderosos aliados que tenemos para alcanzar la victoria (1 Marcos, 3, 2). Este gran bien sólo lo perdemos por el alejamiento de Dios (el pecado, la tibieza, el egoísmo de pensar en nosotros mismos), o cuando no aceptamos la Cruz, que nos llega de diversas formas: dolor, enfermedad, contradicción, cambio de planes, humillaciones. La tristeza hace mucho daño en nosotros y en los demás. Es una planta dañina que debemos arrancar en cuanto aparece, con la Confesión, con el olvido de sí mismo y con la oración confiada.” (Francisco Fernández Carvajal, "Hablar con Dios"Sáb. 2ª sem. Del T. O.).
Vivir el amor, a Dios y a los hermanos, a tu familia y tus amigos, a conocidos y desconocidos, es el mayor remedio contra la tristeza, la pesadumbre, el pesimismo y la desesperanza.
La verdadera alegría no se queda en mí. Retorna a los demás. Porque la verdadera alegría es darse.
Por eso, que vivamos la alegría verdadera, la que flota por encima del dolor, y no nos quedemos en la alegría "de las bellotas".
NOTA: (Muchas de estas ideas han surgido de, y con, la lectura de "Dónde duerme la ilusión. La tibieza" de Francisco Fernández Carvajal.)
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